Una premisa bajo la cual se han diseñado las políticas e intervenciones ambientales es: “pensar globalmente, actuar localmente” (“think globally, act locally"). Se asumió que la protección de los ecosistemas locales generaría, como externalidad, la solución de problemas ambientales globales, como el cambio climático. Sin embargo, estamos viendo que la intención de preservar ecosistemas locales está impidiendo o retrasado proyectos necesarios para la transición energética y la solución de la crisis climática global. Paradójicamente, la defensa de intereses ambientales locales estaría acelerando el deterioro de un bien global común, crucial para la conservación de los ecosistemas locales y el bienestar social: la estabilidad del clima. La “tragedia de los comunes¨, pero al revés.
Las circunstancias han cambiado: hoy, los proyectos de la transición energética, necesarios para la mitigación de los riesgos climáticos globales, asegurarán la eficacia de las iniciativas locales de conservación. Alternativamente, la inacción climática tiende a exacerbar el deterioro de los ecosistemas locales, y afecta el bienestar de las comunidades que los habitan.
Complementariamente, para detener el desarrollo de los proyectos de la transición energética, argumentando la urgencia de proteger los ecosistemas locales, se está utilizado, manera errada, el “principio de precaución”. Esto es, sin considerar los costos sociales y ambientales.
Existe entonces una tensión compleja entre la necesidad de conservar los ecosistemas locales y la de mitigar los efectos del cambio climático. Esa tensión debe resolverse porque será imposible conservar los ecosistemas locales sin enfrentar los retos del cambio climático global. Las sociedades van a tener que tomar decisiones difíciles.
Además, existen barreras institucionales y legales, no exclusivas de Colombia, que también están dificultando el avance de la transición energética: los procesos de licenciamiento ambiental que priorizan la conservación de los ecosistemas locales sobre cualquier otra consideración. Para remover esas barreras institucionales el Congreso de los Estados Unidos adoptó una serie de reformas: redefinió el propósito mismo de los Estudios de Impacto Ambiental. En lo sucesivo, estos ya no se limitarán a identificar el impacto de los proyectos sobre los ecosistemas locales; ahora deberán identificar también los riesgos y los impactos ambientales y sociales de no desarrollarlos. Así las cosas, se tendrán interpretaciones más justas del principio de precaución, y una mayor claridad sobre las consecuencias ambientales y sociales de iniciativas descontextualizadas de conservación de los ecosistemas locales.
Otra reforma también significativa del proceso de licenciamiento en los Estados Unidos es la reducción de la extensión de los Estudios de Impacto Ambiental, y su focalización en los impactos “razonablemente relevantes”. En lo sucesivo, estos no tendrán más de 150 o 300 páginas (dependiendo de la complejidad del proyecto). Hoy en Colombia cualquier EIA puede tener varios miles de páginas. Su estructuración y evaluación toma años. Es muy costoso.
Finalmente, es interesante observar que en Colombia y en varios sitios del mundo, los proyectos necesarios para la transición energética están encontrando las mismas dificultades que los de producción de hidrocarburos, como el fracking. Existen coincidencias entre los argumentos, las motivaciones y los protagonistas. Vale la pena repensar la manera como estamos haciendo las cosas.